"Poecrónicas"

--Columna Semanal--

UN CLAVEL MARCHITO SOBRE LA ACERA (*) - 30.10.2020

Por Manuel Murrieta Saldívar

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Un clavel marchito sobre la acera
Imagen de Quebec, Canadá
  • En video-entrevista reciente con el autor y jefe editorial de la Universidad de Sonora, Raúl Acevedo, hablamos cómo nació en nosotros el interés por la crónica, género híbrido entre el periodismo y la literatura. A propósito de ello, hacemos circular esta crónica, una de las primeras que escribimos, originalmente publicada en el periódico Información de Hermosillo, Sonora, México, década de 1980 y que ahora forma parte del libro De viaje en Mexamérica (*). La entrevista se encuentra en este enlace de “UnisonTV”:

    https://fb.watch/1rp7i4mnb8/

    I

               Accidentalmente nos miramos entre la multitud de turistas. Luego de virar solitariamente en la esquina del callejón de las tiendas de arte, tocó mi hombro una mano desconocida. Al instante se descubrió que pertenecía a un osado y confiado rostro femenino que insinuó, con una extraña mezcla lingüística, una invitación al café más próximo: acepté con nerviosismo. A la vez que nos dirigíamos al puesto, olvidé velozmente a mis amigos quienes se perdían también entre el embrujo anglo-francés de las excitantes callejuelas del sector antiguo de Quebec, Canadá.
               Habíamos arribado a la ciudad dos días antes como parte de un largo viaje de verano iniciado mes y medio atrás en Hermosillo, Sonora. Nuestro itinerario, a diferencia de un tour de agencia de viajes, se formaba espontáneamente, bajo el capricho del tiempo y de las circunstancias humanas, casi desde que cruzamos la línea en Tucsón, Arizona. Atravesar la frontera no representó problema alguno ya que, a pesar de nuestra rebeldía, traíamos visas, la mica fronteriza, los papeles en regla. Incrédulos ahora, no concebíamos cómo es que estábamos ya en Quebec, explotando la cortesía de la “migra” canadiense que nos permitió pasar sin pasaporte internacional, a bordo de una camioneta Mercury ‘69 sin mofle pero con dirección hidráulica. Y nos encontrábamos nerviosos porque el mapa señalaba que estábamos más cerca del Polo Norte que del desértico terruño sonorense.
               Era ya el tercer día de estancia y solo nos quedaba la tarde para beberla cada uno de nosotros en su propia soledad. De tanto vernos las caras y soportamos durante la larga travesía, de varios meses ya desde que dejamos México, nos fuimos conociendo demasiado que en realidad estábamos hartos de nosotros mismos. Resolvimos en esta ocasión separarnos por instantes como un experimento de independencia y salud psicológica, pero también porque la aventura demandaba una oportunidad a fin de lanzarnos individualmente hacia lo desconocido.
               Yo decidí entonces transitar con toda mi libertad a cuestas, consumiendo museos sin prisas, respirando verdades urbanas extranjeras, listo para que el azar materializara el encuentro con esa joven “canadian french”. Así, de repente, ya bebíamos café capuchino en el interior de un viejo restaurante de rústica madera situado en la calle de mayor “glamour”. Acordamos comunicarnos forzosamente en inglés porque ninguna de nuestras lenguas romances, español o francés, era sanamente entendida por ambos. Mexicano al fin, pero a la vez por ese temor que surge de la precaución, le hice la pregunta obligada de por qué había mirado a este ser moreno. Aún más, por qué había llegado al extremo de invitarme, siendo yo una persona completamente desconocida, de escasa cotización dentro de esa atmósfera quebequeña plagada de turistas del primer mundo.
               Pareció no importarle mi duda. Bosquejando un intento de respuesta, con voz nostálgica dijo tranquilamente que lo había hecho porque al divisarla, había mirado yo —en su primera muestra de un romanticismo que después se supo era inexistente— exclusivamente lo verde de sus ojos. “Y no a mis formas femeninas como lo hacen casi todos los hombres”, explicó más tarde con un dejo feminista. Argumentó también que le atrajo el bronce de mi tez la cual, intempestivamente, resaltaba entre el blanco panorama humano, anglosajón y europeo, y porque mis facciones le recordaron, apareciendo yo aún más exótico, a los habitantes de la India. Y es que en ese país ella había pasado una temporada hasta cierto punto feliz, como rememoró más tarde.
               La conversación evolucionaba tratando esos temas que se abordan cuando se están conociendo dos personas. A pesar de ello, descubría de seguido que mi nerviosismo inicial del encuentro no descendía. Por momentos, creí que la joven sorpresivamente iba a intentar un asalto con arma blanca o a utilizarme para algún negocio “sucio”. Este temor no era gratuito, por supuesto. Había brotado gracias a las recomendaciones de honestos aventureros que cuentan historias peligrosas de viajeros ingenuos, víctimas de extorsiones de los residentes locales quienes creen que cualquier turista anda siempre cargado de dólares. Sin embargo, mis miedos se fueron desvaneciendo cuando observé el movimiento de sus manos que inspiraban con-fianza y sus ojos verdes que denotaban una entusiasta curiosidad. Además, si acaso ocurriera un robo, se llevaría una enorme decepción porque mis bolsillos estaban tan vacíos de la divisa norteamericana como a veces lo están los bancos mexicanos. Me apoyé, es decir, confié en la suerte buena de aquella tarde nublada que había provocado la conjunción de casualidades para la coincidencia de miradas. Me atreví entonces a seguirla observando sin prejuicios y a escuchar su charla trabajosamente entendida por mi inexperto inglés.
               Frente a su rostro firme y larga cabellera dorada, recordé fugazmente el comentario de mi hermano Joaquín quien, días antes y al cruzar la frontera entre el ruido hidráulico de las cascadas del Niágara, había comentado la remota posibilidad de que se produjera un excitante encuentro, físico y verbal, con jóvenes canadienses. Porque en el fondo, siquiera brevemente, queríamos empaparnos de su visión del mundo y experimentar el misterio del acercamiento real con otras razas e idiomas. Y es que, hastiada nuestra curiosidad con los norteamericanos, tanto por su orden como por su vacía diversión, los canadienses nos tenían sorprendidos: además de la novedad de su herencia francesa, los veíamos muy seguros de sí, pidiendo “aventones” o viajando en bicicletas sobre las largas y húmedas autopistas cercanas al río San Lorenzo. Además, los chicos traían un pelo largo inolvidable y las chicas vestían faldas largas o shorts muy liberales. Viajaban en parvadas, en grupos o so-litarios, unos totalmente abandonados, de todos los sexos, cargando sus mochilas y desafiando al mundo en la intemperie de los días veraniegos.
               Comprendí, pues, que el sueño del hermano se estaba realizando frente a la muchacha con la que yo estaba en el café: entonces sentí todas las ganas de hablarle a Joaquín, salir apresurado e invitarle, ponerlo frente a ella, compartir junto con los otros compañeros de viaje ese privilegio de toparse con alguien que se desconoce pero que de inmediato interesa y te reanima la vida. Pero era imposible. Cada uno de nosotros, y por separado, estaba enfrascado en su propia aventura, esparcidos entre las plazas, los muros fortificados, los edificios coloniales franceses con sus techos de verde cobre oxidado, rascándole a cómo se pudiera, absorbiendo y explorando la ciudad y la gente. Se tenía la certeza de que sucedía algo irrepetible en nosotros, jóvenes mexicanos, sonorenses, inundados y rodeados de novedad como si todo alrededor fuera un verdadero y gran museo inabarcable.

    II

               Ella se llamaba Linda. Se supo cuando desaparecieron las formalidades e inseguridades más obstaculizantes de ambos. Después fue el abrirse, priorizar la confianza urgentemente, saber que pronto todo sería olvido, proponer tenuemente nuestras curiosidades entre la muerte del día, de la noche y de las horas. Primero me confesó que nunca había estudiado en la escuela pero que conocía ya toda Europa y parte del Oriente en menos de sus 21 años de edad. Luego me reveló que tenía una especial debilidad por las faldas negras, largas como las de gitana mientras notaba que sus movimientos eran rápidos, hiperactivos. Me fue diciendo que no le gustaban las flores, especialmente los claveles y que el hachís y la cocaína eran sus dependencias favoritas. Yo me sentí completamente estúpido cuando le pregunté por qué las consumía y contestó, en una respuesta que no se sabrá si fue cierta, que así soportaba más de una docena de horas diarias de trabajo conduciendo un carruaje turístico jalado por caballos.
               En realidad, después la vería absorbiendo el pequeño polvo blanco, durante el arreo, entre las pausas de su discurso sobre la historia de Quebec que repetía, obligadamente en forma cortés, a los clientes de su carroza, sobre todo a los gringos e ingleses que son los que dan más propinas. Casi imperceptiblemente se disgustó cuando me negué a probar ambas drogas, pero luego sonrió y creo me clasificó como “niño bueno”. “Es mejor así—dijo en forma de consuelo—no lo hagas tú. Yo lo hago por necesidad y además es caro”, terminó convenciéndose. De su familia, en un arranque de crítica social, manejó el argumento de que había abandonado a sus padres porque no la comprendían y porque viven como los norteamericanos, “viajando en sus enormes campers, muy cómodamente, despreocupados”. Era una costumbre de abundancia que le molestaba porque —contrapuso— en la India y en Nepal había visto a muchos nativos desnutridos, desahuciados quienes, en el proceso de su extinción, convivían junto a la mugre y los gusanos rodeándoles los pies, lo que para ella “era el colmo”. En tanto —continuaba—en el país de los “trailers parks” se consumían enormes cantidades de energía eléctrica tan solo para los elevadores o para la fabricación de bombas.
               Sin ningún dejo de vergüenza, insistió que no era estudiante —lo que para nosotros era nuestro único oficio. Es más, ni siquiera le interesaba la escuela porque al inicio de cada temporada de nieve, y con lo ahorrado durante el verano, abandona la ciudad rumbo al país que se le antoje. Claro, teniendo cuidado de que sea una región de clima caliente, cálido, “así como la gente, porque es cuando aprendo”. Luego narró parte de su filantropía gestada en esos viajes: cada mes suele comprar ropa de segunda para enviarla a sus “familiares” hindúes y nepaleses como un gesto de retribución solidario. “Cuando caí enferma, ellos fueron los únicos que me ayudaron a pesar de su pobreza. Fue cuando aprendí que los más pobres son los que más ayudan”, concluyó en tono triunfante, lo que entendí era una manera de jactarse de su sapiencia a pesar de haber prescindido de las aulas. Luego aclaró mi sospecha inicial sobre su frialdad al hablar sobre los sentimientos del corazón: tajantemente aceptó que desde hacía tiempo había perdido lo romántico. “Ya casi no me gustan las flores”, reveló rápidamente mientras afuera se miraba el humo, el óxido, el avanzar moderno e industrial de la ciudad. Agregó que para preservar su difícil independencia, vivía junto con un joven matrimonio en un céntrico departamento hacia donde nos dirigimos, lograda ya la confianza suficiente, entre risas y frescos vientos mientras nacía la noche mercurial.

    III

           Después los sucesos cayeron precipitados… Sobre la mesa del comedor no supe cómo aparecieron el vino tinto, el pan integral y el queso parmesano. Intercambiamos miradas y sonrisas de manera más frecuente. Encendió el estéreo con música del suave rock inglés. Comíamos y bebíamos en un ambiente cálido que se tornaba íntimo aunque después fue suspendido, fue pospuesto, por el arribo del matrimonio joven. Tras saludarme con leve indiferencia apenas perceptible encendieron el televisor: concluí que los niveles de nuestra politización eran similares porque, sin mucho esfuerzo, coincidimos, a pesar del noticiero en francés, en repudiar la política armamentista de presidentes como Ronald Reagan. Luego fue un ir separándonos de ellos, definir nuestros espacios, reservarnos, encontrar nuestra privacidad hasta que se le ocurrió a ella una deslumbrante idea...
           En taxi fuimos a buscar a mi hermano y a mis amigos a la plaza central, lugar donde habíamos acordado reencontrarnos una vez agotados nuestros respectivos recorridos individuales. Fue una labor difícil de convencimiento, porque trastocaba el curso de nuestro viaje, pero les dijimos lo que Linda y yo, como si ya fuéramos viejos amigos, habíamos acordado previamente: esa noche los dos iríamos a bailar en las estrambóticas discotecas de Quebec. Y ellos podrían hacer lo que les viniera en gana. En efecto, tras decidir que me iban a dejar abandonado a mi suerte y que luego los alcanzara en algún lugar del noreste estadunidense, enfilaron en la camioneta Mercury sin rumbo fijo. En ese momento capté yo una soledad, leve pero infinita, que se iba vaporizando cuando miraba y tocaba la mano de la muchacha quebequeña lista también para la noche. Casi no bailamos en verdad porque me absorbía el atractivo bullente, ensoñador, lúgubre y libertino de las calles de diversión de la Quebec nocturna. Pero luego quiso amarme, quisimos amarnos...

    IV

           Y durante una tarde de neblina y smog que parecía más bien la luz caótica del amanecer, casualmente apareció el mensaje que aceleró mi retiro y la separación: recogí un clavel marchito sobre la acera y mientras se lo ofrecía se humedecieron sus ojos, le vi sus lágrimas. Estaba completamente seguro que no era a causa del humo urbano. Quizá había sido porque se sintió romántica por un instante o porque ya presentíamos la inminencia inevitable del olvido. En un abrir y cerrar de imágenes, de frescos recuerdos, de sensaciones, en un fugaz toque de manos, nos despedimos con la misma mirada del inicio... se subió a su carruaje turístico, me dio un rapidísimo beso, me enseñó con su cara el camino a seguir y nunca, nunca por siempre jamás supe de ella otra vez...

    De viaje en Mexamérica. Crónicas y relatos de la frontera. Student Edition // Edición Escolar. Lecturas y ejercicios en español para hispanohablantes en Estados Unidos. 159 páginas. Monterrey Park, California, USA. Izote Press, 2014.

    Más información:
    http://manuelmurrietasaldivar.com/libros/De_Viaje_en_Mexamerica.html

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